Beatriz Robles Martínez - Mié, 11/12/2019 - 13:33
La alimentación tiene un impacto directo, tangible y significativo en el cambio climático. Las decisiones alimentarias que tomamos son un mensaje que trasciende la necesidad de nutrirnos. La alimentación es una forma activa de tomar postura: elegir determinados alimentos y estructurar una dieta en la que los valores menos evidentes de los productos tengan un peso relevante, habla de qué industria alimentaria queremos y de nuestro nivel de compromiso.
La Cumbre del Clima de la ONU COP25 es punto de encuentro en el que los distintos actores sociales y políticos expresan sus posturas. Y, no seamos inocentes, independientemente de los compromisos que se adquieran, es una forma de llevar la emergencia climática a las portadas de los medios de comunicación, lo que equivale a llevar este asunto a la mentalidad colectiva. LA COP25 crea un marco de conciencia social que, como todo asunto informativo, irá cayendo en interés y dejará de ser trending topic. Pero se ha conseguido que entre en la agenda política y social, y el objetivo debe ser que no desaparezca de ella.
He participado en dos mesas de debate de la COP25 dentro de la Zona Verde, la destinada a la sociedad civil, y de ambas me llevo la misma idea: las acciones individuales cuentan.
Moderando la entrevista cruzada “De la tierra al plato”, organizada por el Ministerio de Transición Ecológica, he compartido con Fédor Quijada, cocinero, y Carmen Alcaraz, periodista y gastrónoma, cómo la cocina puede ser un instrumento de cohesión social. La alimentación tradicional como elemento dinamizador y de unión a las raíces, alejada de las tendencias que excluyen la cocina doméstica de la gastronomía.
Por otro lado, en Jornada “Desperdicio Alimentario y Cambio Climático” organizada por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA), he participado como ponente. Esto me ha permitido hablar con José Miguel Herrero, director general de la Industria Alimentaria; y con Carmen Cobián, coordinadora del Comité de Desperdicio de la AECOC. El problema del desperdicio está sobre la mesa porque los datos son claros: la mayor parte del desperdicio alimentario se produce en los hogares (la Comisión Europea considera que supone el 53% del total y el MAPA da valores para España del 42%), con un dato llamativo: el 85,6% de los alimentos que tiramos son productos sin elaborar. Ni siquiera los hemos tocado. Van directamente a la basura. Para mayor desazón, de esos alimentos sin elaborar, lo que más tiramos es fruta (31,4%) y verdura (14,3 %): alimentos de gran valor nutricional que deberían ser la base de nuestra dieta.
Beatriz Robles durante su intervención en la COP25, en la Jornada Desperdicio Alimentario y Cambio Climático.
¿Por qué no valoramos los alimentos, como sí hacemos con otro tipo de productos? La FAO considera que tenemos la sensación de que desperdiciar comida es batato y sin consecuencias, y que esto se debe a varios motivos:
1. Disociación entre producción y consumo alimentos: no estamos cerca de los productores, desconocemos el trabajo agrícola y sus vicisitudes. Ya no estamos pegados a la tierra.
2. Prácticas de distribución que animan a consumir en exceso: las ofertas 2x1, 50% más por el mismo precio...incentivan a consumir grandes cantidades de alimentos y abaratan los productos. Son estrategias que ya están en el punto de mira de algunas administraciones porque se consideran copartícipes de la epidemia de obesidad.
3. Reducción del presupuesto destinado a la compra: la accesibilidad a los alimentos ha hecho que sus precios relativos sean bajos. Son fáciles de adquirir, son fáciles de desechar.
Para ponerle cifras contundentes: la FAO calcula que el desperdicio alimentario supone una huella de carbono per cápita en Europa de 690 kg CO2/año. La huella hídrica por desperdicio alimentario en Europa es de 27m3/per cápita/año. Y para ponerlo en contexto: el mayor gasto general de agua lo tiene Canadá con 29m3/per cápita/año.
- ¿Qué estrategias podemos seguir como consumidores para cambiar esta realidad?
Lo que mejor funciona es lo más simple: pequeños cambios fáciles de implementar que se resumen en dos palabras, planificación y comprensión etiquetado.
Planificar qué necesitamos comprar en base a lo que realmente vayamos a consumir, conocimiento de las técnicas de conservación y de cómo aplicarlas, ordenar y rotar los alimentos en casa (táctica “FIFO”, “first in, first out”).
Y, por otro lado, conocer las diferencias entre fecha de caducidad (el alimento dejar de ser seguro pasada esa fecha) y de consumo preferente (el alimento sigue siendo seguro, pero pierde calidad organoléptica). Con la excepción (toda regla la tiene) de los huevos: aunque llevan indicación “de consumo preferente”, no son seguros pasada esa fecha.
Por último, los consumidores podemos generar demanda y presionar con ello. Se habla mucho de comprar frutas y verduras “feas”, pero esto no es tan fácil: el Reglamento 543/2011 establece estándares de calidad y categorías (extra, I, II) que limitan la venta en función del color, malformaciones, etc. Si no se cumplen, el producto no se destina al consumidor final, sino que se indica que es “destinado a transformación” o “destinado a alimentación animal o a uso no alimentario”. Y estos criterios son estéticos, no tienen que ver con la seguridad alimentaria. Pero la legislación puede cambiarse si los consumidores demandamos que productos perfectamente inocuos y nutritivos lleguen al mercado.
- ¿Qué aspectos son importantes en la donación y redistribución de alimentos?
Redistribuir los alimentos no solo es una obligación medioambiental: es una imposición ética. Pero para que sea exitosa, debe tener como pilar la seguridad alimentaria: si una donación no cumple estrictos requisitos de higiene y deriva en una intoxicación, aparece un problema grave tanto para el receptor como para el donante del alimento.
La seguridad alimentaria condiciona, además, la complejidad de la regulación de las donaciones. Puesto que, según la normativa, la responsabilidad de poner en el mercado alimentos seguros recae en el operador de la industria alimentaria, hay que aclarar quién asumiría las consecuencias ante una intoxicación producida por un alimento donado.
En países como Italia, la Ley del Buen Samaritano limita la responsabilidad de los donantes y facilita estas transacciones. A nivel europeo, la Autoridad Europea de seguridad alimentaria ha publicado una opinión científica sobre el riesgo de las donacionesv, en el que se incluyen directrices de buenas prácticas. La Comisión Europea, por su parte, ha establecido un marco en el que aclara el papel de cada institución en la redistribución de alimentos, para facilitar las donaciones sin riesgos para el donante ni para el receptor.
El lema #TiempoDeActuar no es una reivindicación vacía sino una demanda urgente. El sistema tal como lo conocemos no es sostenible. Está en nuestras manos encontrar otro, y tenemos que hacerlo ya.
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