Fernando Pinto Palacios - Jue, 12/12/2019 - 13:33
Reserva de Monteverde, Costa Rica.
En 1987 la profesora Eha Kern tenía que explicar a sus alumnos de la Escuela Fagerviks de una pequeña localidad al sur de Estocolmo el ecosistema de los bosques tropicales. Tuvo la brillante idea de invitar a la bióloga estadounidense Sharon Kinsman de la Asociación Conservacionista de Monteverte (ACM) para que hablara de su experiencia en Costa Rica. Tras enseñarles varias fotos, los jóvenes quedaron sorprendidos por la espectacular reserva, repleta de bosques nubosos y especies raras como el Quetzal resplandeciente y el sapo dorado. Sharon explicó que en los últimos años Costa Rica había sufrido un rápido e implacable proceso de deforestación.
Uno de los alumnos de la clase, Roland Tiessuu, quedó conmocionado por las palabras de la bióloga. “¿No habrá bosque tropical cuando seamos mayores para poder visitarlo?”, preguntó en clase. Aquellas palabras impulsaron al joven de nueve años a buscar alguna solución que pudiera revertir el proceso de deforestación. Junto a su profesora, el joven ideó un sistema para recaudar fondos y comprar tierras en la Reserva de Monteverde. La primera propuesta consistió en vender galletas de jengibre y chocolate. Gracias a la implicación del resto del colegio, la primera recolecta sirvió para comprar cuatro hectáreas más para la reserva tropical. Con el paso del tiempo, los alumnos, en vez de pedir juguetes para su cumpleaños o regalos a Santa Claus, empezaron a pedir que les “regalaran” un pequeño trozo de bosque tropical. El éxito del proyecto impulsó a Eha y a su marido Bernd Kern a fundar la asociación sin ánimo de lucro “Barners Regnskog” dedicada a recaudar fondos para la preservación de la selva tropical. Gracias a su compromiso y dedicación, la asociación ha comprado ya más de 25 mil hectáreas que forman el llamado “El Bosque de los Niños”, la reserva privada más grande y protegida de Costa Rica.
Hace más de veinticinco años la Union of Concerned Scientits publicó un informe titulado “Advertencia de los científicos del mundo para la Humanidad” en el que más de mil quinientos científicos de setenta países (entre ellos, todos los Premio Nobel vivos) pedían que se produjera un “gran cambio en nuestra forma de cuidar la Tierra y la vida sobre ella” para evitar la destrucción ambiental. Este informe alertaba de los daños actuales, inminentes y potenciales que se estaban produciendo en la Tierra por la destrucción de la capa de ozono, la disponibilidad de agua dulce, la deforestación o la pérdida de biodiversidad.
Los esfuerzos realizados hasta la fecha apenas han conseguido revertir el proceso de degradación medioambiental. Entre 1970 y 2014 la abundancia de las poblaciones mundiales de especies de vertebrados se redujo en promedio en un 60%. Este efecto supondrá que una de cada seis especies que conocemos no se las podremos enseñar más que en fotos a nuestros nietos. Desde el año 2008 las inundaciones, sequías, tormentas y otros desastres naturales motivadas por el cambio climático han obligado a más de veinte millones de personas a abandonar sus hogares. Se estima que en 2050 unos 4.000 millones de personas vivirán en zonas desérticas. La subida del nivel del mar afectará a más de 634 millones de habitantes que viven en áreas litorales lo que les podría convertir en “refugiados climáticos”. Algunas naciones insulares de Polinesia podrían desaparecer. Solo en el año 2017 se perdieron 15,8 millones de hectáreas de bosque tropical, es decir, el doble del tamaño de Andalucía. En los últimos 30 años se han perdido alrededor de tres cuartas partes del volumen del hielo en el Ártico. En el Pacífico Norte, existe la llamada “sopa de plástico”, una especie de isla de la basura de más de 1.400.000 kilómetros cuadrados en la que se acumulan, según diversas estimaciones, casi cien millones de toneladas de desechos, Según los estudios efectuados por Scripps Institution of Oceanography de San Diego (California), un 90% de los peces capturados en el Pacífico tienen plástico en el estómago. Curiosamente, estos animales contaminados pasarán a formar parte de nuestra dieta con la consiguiente ingesta de productos tóxicos.
Cuando el Estado moderno nació hace cinco siglos, su principal función era procurar la paz y la seguridad. Unos siglos más tarde, se convirtió en un garante de los derechos y libertades de los ciudadanos. A principios del siglo pasado, el Estado asumió la tarea de prestar determinados servicios básicos esenciales (educación, sanidad, etc.) para garantizar la igualdad de oportunidades. En pleno siglo XXI, los poderes públicos se enfrentan a un nuevo reto: intervenir decisivamente en la protección del medio ambiente para garantizar no solo la calidad de vida de sus ciudadanos, sino también la propia supervivencia de la especie.
A pesar de la trascendencia de este fenómeno, nos cuesta reconocer la importancia de la crisis medioambiental. Tendemos a pensar que se trata de un problema que escapa de nuestras manos pues las decisiones deben partir de los gobiernos y de las grandes empresas. Sin embargo, este planteamiento olvida que nos encontramos ante un reto colectivo que requiere una toma de conciencia acerca de nuestra responsabilidad. Cuando hablamos de preservar el medio ambiente, estamos hablando de lo que compramos y desechamos. Hablamos de un estilo de vida. Hablamos del aire, el agua y la comida que tendrán nuestros hijos. Gracias al Acuerdo de París de 2015 adoptado por 195 países y a la próxima Cumbre del Clima de Madrid, estamos dando los primeros pasos para construir una esperanza en el futuro. Quizá sea el momento de recordar el antiguo proverbio indio: “La Tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos”.
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