Sergio Cañas - Vie, 26/03/2021 - 08:10
Serie: 'Haciendo Historia (XXXV)'
Este año 2021 se conmemora el 60º aniversario del Día Internacional del Teatro. Una celebración que se festeja sin interrupción hasta la fecha cada 27 de marzo desde 1961. Y que comenzó cuando el Instituto Internacional del Teatro (IIT) instauró ese día para regocijo de toda la comunidad teatral internacional por una manifestación artística, un símbolo cultural, antiguo, internacional y universal. Siendo elegido ese día por aclamación porque el 27 de marzo de 1962 fue inaugurado el Teatro de las Naciones de París.
Recreación del Teatro de Mérida. Publicación en El Periódico de Extremadura.
El término teatro designa etimológicamente el 'lugar para mirar', es decir, el espacio desde donde se mira la representación artística. Por eso a finales de la Edad Media la palabra teatro refería al lugar donde se veían los espectáculos teatrales en la antigüedad clásica grecolatina. Pero, como tiende a suceder con la historia, su significado fue evolucionando hasta que en la Edad Moderna adquirió la noción de edificio donde se representan las obras de teatro. Y ya en el siglo XVII, correspondiente a los Siglos de Oro, abrió su significado al de las obras de teatro, la producción y al propio escenario. Concepción que ha llegado hasta nuestros días en todas sus acepciones y definiciones.
El teatro español del Siglo de Oro, también denominado como teatro áureo español, es el término que hace referencia a la producción teatral de los siglos XVI y XVII hecha en España. Es decir, que incluía todos los dominios, bien fuera peninsulares o de ultramar, de la Monarquía Hispánica. Se considera una época especialmente rica y fecunda para la dramaturgia española porque fue la época que vio nacer y desarrollarse como compositores de obras teatrales a algunos de los más famosos y universales dramaturgos españoles como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina o Ruiz de Alarcón.
Corral de Comedias de Almagro. Imagen publicada por unprofesor.com
Este teatro rompía con el canon clásico impuesto desde los tiempos de Aristóteles, introducían nuevos temas en las representaciones, más populares y del gusto del común del pueblo. Pero además se hizo famoso y multitudinario porque no se representaba en teatros, como se conocían anteriormente, sino que las obras se ejecutaban en los llamados corrales de comedias. Lo que contribuyó a que fuera un espectáculo regular de masas, que los edificios donde se representaban las obras formasen parte del paisaje urbano y que las compañías profesionales se asentasen. Esta alianza entre compañías, autores y público devino y produjo lo que se ha llamado como la comedia de espectáculo: un género escénico, multiforme e híbrido entre tendencias y formulas anteriores y de la época, donde, en aras de seguir atrayendo al público, era más importante sorprender y emocionar que el propio argumento de la obra (Cañas, 1990).
Durante el siglo XVIII este teatro barroco convivió con nuevas formas neoclásicas que pretendían retomar las máximas de la tradición grecolatina, más del gusto de la Ilustración, que pretendía renovar la dramaturgia española. Pues, a su modo de concebir este arte, no solo debía entretener y divertir, emocionar en suma al espectador, sino que debía ser un instrumento para educar y elevar moral e intelectualmente al que acudía a las representaciones. La corriente neoclásica criticaba el barroquismo del lenguaje, la falta de verosimilitud de las tramas, la falta de moralidad y el incumplimiento de las tres unidades clásicas (Introducción-Nudo-Desenlace) (Durán y González, 1976, p. 25-26). Una noción reformista, en la que destacaron autores de la talla de Moratín, que el siglo XIX heredaría a la hora de conformar una renovación teatral más del gusto de la corriente liberal a medida que fue dominante en la centuria decimonónica. Donde no solo existía una prevención contra la estética del Siglo de Oro sino que se ponía en tela de juicio la fórmula teatral propia del Antiguo Régimen. Pues se consideraba que era una fórmula obsoleta, propia de un tiempo anterior que solo servía para mantener los viejos prejuicios sociales. Lo que sin embargo se tradujo en un aumento del interés que se tuvo por las obras de teatro de Lope de Vega, Calderón de la Barca y otros dramaturgos anteriores. Pues eran los más famosos de la historia española fuera de sus fronteras. Una tarea en la que sobresalió el autor riojano Manuel Bretón de los Herreros.
Manuel Bretón. Imagen publicada por Wikipedia.
Esta renovación, no carente de prejuicios estéticos, literarios, sociológicos y políticos frente a la producción del teatro áureo español, terminó por implantar durante el siglo XIX, a medida que el liberalismo fue sustituyendo al régimen absoluto tras la muerte de Fernando VII, una suerte de normativa artística y social que legitimó la necesidad de reelaborar las obras de los siglos anteriores “para desbrozar en ellas todo lo inútil y pernicioso” (Lázaro, 2019, p. 9). Pues tampoco, a su juicio, las representaciones típicas de los Siglos de Oro servían para conocer el tiempo anterior. Ya que se basaban más en el establecimiento de personajes arquetípicos que no se diferenciaban ni presentaban variedad en el fondo entre unos autores u otros o entre las distintas obras cuando se comparaban entre sí. Lo cual, en cambio, era un recurso que hacía popular el teatro porque servía para que todos los espectadores, independientemente de su cultura o preparación intelectual, pudieran comprender bien las obras representadas ya que no exigían demasiada elaboración propia ante el espectáculo que se estaba viendo.
La reforma bretoniana del teatro áureo tampoco pretendía alejar al público del teatro, pues se preocupaba mucho por agradar y deleitar a los espectadores. Sino que en su meta estaba agradar a la sociedad del siglo XIX. En cierta manera por eso se habla de reforma pero no de revolución. Pues su dedicación era tomar como base alguna comedia exitosa de los siglos anteriores, a las que añadía unos elementos y quitaba otros, llegando a modificar incluso algunas escenas por completo e incluso el lenguaje que empleaban los personajes para que precisamente la obra llegase a ser entendida por la sociedad de su época. Por todo ello la crítica del ochocientos y los especialistas contemporáneos han considerado que Manuel Bretón de los Herreros fue un hábil reformador y refundidor de las obras clásicas anteriores, pues lo hizo sin “echar a perder la obra” (Ruiz, 1998, p. 59).
Teatro del siglo XVIII y XIX. Imagen publicada por sitegoogle.com
En suma, debemos entender que las refundiciones de las obras barrocas llevadas a cabo por Bretón de los Herreros respondían a un cambio de paradigma artístico y político más allá del mero cambio de centuria. Pues desde el punto de vista histórico supone la realización material del cambio entre el Antiguo Régimen y el Sistema Liberal. Que si en lo estético se traduce en la visión pragmática, moral y crítica del teatro clásico que se tiene desde la llegada del pensamiento ilustrado y neoclásico, no deja de ser parte de la influencia mayor que tuvieron las circunstancias políticas y socioculturales. Pues como ha demostrado Gómez Urdáñez las obras de Bretón se retroalimentaron necesariamente de la influencia que el panorama político español vivió entre el final del Trienio Liberal y la Década Ominosa. Y de la evolución que vive el propio autor que de ser un liberal convencido en su juventud, y por ende más radical en su crítica al teatro anterior, pasó a ir acomodándose a un pensamiento más moderado –incluso absolutista- a medida que fue madurando con el fin de evitar la represión política (Gómez Urdáñez. 1998). Posiblemente por eso su reforma pasó por renovar lo caducado del teatro del Siglo de Oro antes que por una revolución total. Y contribuyó a que en gran medida las mismas obras que copaban las carteleras de finales del siglo XVIII hicieran lo propio en las primeras décadas del siglo XIX, aunque modificadas y actualizadas a la sociedad de su tiempo.
Bibliografía:
Cañas, J. (1990). “Apostillas a una crítica del teatro español del siglo XVIII”. Anuario de Estudios Filológicos, XIII, p. 53-63.
Durán, M. y González, R. (1976). Calderón y la crítica: historia y antología. Madrid: Gredos.
Gómez Urdáñez, J. L. (1998). “La dimensión política de Bretón de los Herreros durante la primera mitad del siglo XIX”. Brocar, 21, p. 321-357.
Lázaro, R. (2019). “Prefacio”. Berceo, 177, p. 9-10.
Ruiz, F. A. (1998). “Una refundición calderoniana de Manuel Bretón de los Herreros: Con quien vengo, vengo. Berceo, 134, p. 55-73.
Editor: Universidad Isabel I
Burgos, España
ISSN: 2659-398X
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