Sheila López Pérez - Vie, 09/09/2022 - 12:36
La destrucción de las Torres Gemelas fue el correlato de algo mayor: el ataque a los valores occidentales por parte de una racionalidad no occidental. Se podría pensar que esta última, buscando destruir aquellos valores, podría haber atentado contra la Estatua de la Libertad, el Monumento Washington o el Capitolio de los Estados Unidos. Sin embargo, se decantó por arremeter contra el prodigioso edificio duplicado que se encontraba en el World Trade Center. ¿Por qué gastó su única bala en este objetivo? ¿No hubiera tenido más sentido atentar contra monumentos arquitectónicos que representaban la libertad, la democracia o la soberanía popular occidentales?
El simbolismo de las Torres Gemelas
Las Torres Gemelas, con su función bancaria, financiera, contable e informática, se erigían como el cerebro de Nueva York. Este último, por otro lado, se erigía como el cerebro de Occidente en un mundo cada vez más interconectado.
Aquellos monstruos arquitectónicos que fueron las Torres Gemelas tenían un elemento particular que las diferenciaba de cualquier otro rascacielos de la Gran Manzana: su duplicidad. Tras esa perfecta clonación y simetría se escondía una cualidad estética, pero también otra cosa más importante: eran el reflejo de la forma de producción occidental, una muestra de la reproducción y duplicación de objetos acometida por el modelo de fabricación capitalista. Simbolizaban la opulencia, la redundancia y la riqueza, pero también la tautología de los círculos cerrados, pues no solo eran solo edificios duplicados, sino que estaban recubiertos de espejos que llevaban de un edificio al otro, y vuelta.
La forma de producción en los países occidentales, así como -y en consecuencia- su manera de mirar el mundo, de pensar y de vivir, conforman un circuito aparentemente “natural” del que se torna difícil desviar la mirada. Una aporía cuyo camino de salida lleva de vuelta a sí misma. Las torres, las dos conjuntamente y no las dos por separado, eran el mayor emblema del modelo occidental de producción y por lo tanto de su modus vivendi al completo. De este modo, que aquellas fueran el objetivo de los ataques en lugar de otros monumentos a priori más simbólicos del mundo occidental no puede tomarse como cosa fortuita.
Las dos torres eran al mismo tiempo un solo objeto. Un objeto físico y arquitectónico, pero también un objeto simbólico: el símbolo del poder financiero y del modelo organizativo de los países occidentales. El objeto arquitectónico fue destruido, pero el verdadero objetivo, aquello que se buscaba atacar, era el objeto simbólico. Los terroristas tuvieron un éxito accidental al fallar el golpe a la Casa Blanca y acertar el golpe a las torres. Al fallar el golpe a la Casa Blanca mostraron, involuntariamente, que ese no era el blanco principal, que el poder político no significaba en el fondo gran cosa y que el verdadero poder se encontraba en otra parte.
El “acontecimiento” y su significado
La mayoría de las cosas que suceden en nuestro mundo no constituyen un “acontecimiento”, sino que son del orden deductivo de las cosas, del orden de la continuidad, de la línea que lleva de la causa al efecto. Un acontecimiento, por su parte, es del orden de la discontinuidad y de la ruptura. En este sentido, podríamos decir que todo “acontecimiento” es violento debido a que crea un desgarro en la continuidad del mundo dado, o dicho de otra forma, irrumpe en esa lógica que el mundo tenía naturalizada. El acontecimiento, aunque pueda tener una contraparte material, encuentra su importancia en la esfera de lo simbólico. Lo material puede ser reconstruido tras ser atacado, pero lo simbólico no puede volver al momento previo al ataque.
Lo más probable es que la pretensión del acto terrorista del 11-S no fuera desestabilizar el orden occidental, y mucho menos acabar con él. Es posible que el único objetivo de aquel acto fuera mostrar la existencia de otra racionalidad, de otra forma de actuar y de pensar e, in extremis, de vivir y de morir. Mostrarse como una singularidad alejada de aquello que la industria cultural occidental presenta como universal, una singularidad capaz de desafiar la pretensión de “totalidad” de dicha civilización, fue la motivación de los terroristas.
Aquel acto terrorista no tuvo un “sentido” político, religioso o histórico, al menos no un sentido en la significación occidental del término -un acto que lleva, de forma mediada, a un plan de cambio-. El acto del 11-S constituyó un “acontecimiento” per se, una ruptura dentro de un mundo cada vez más administrado y deducible, una discordia en un mundo donde cada vez es menos posible la aparición de algo discordante. El 11-S supuso una acción carente de finalidad en un mundo saturado de “finalidad”, “sentido” y “eficacia”. No es que aquel acto no tuviera “sentido”, “finalidad” o “eficacia” a ojos de los terroristas: es que su “sentido”, “finalidad” o “eficacia” pertenecen a categorías incomprensibles para la racionalidad occidental.
Las luchas en la esfera de lo simbólico
Los enfrentamientos que se producen en la esfera de lo simbólico tienen como objetivo principal el desafío, la aparición en escena de alguien que no se tomaba en cuenta por la otra parte, la emergencia de un “nosotros” que reta la existencia de un “ellos”. El acto terrorista del 11-S fue el acontecimiento elegido, en un mundo sin acontecimientos, para mostrar la existencia sustancialmente diferencial de “otra singularidad”. Fue la irrupción en el escenario mundial, dominado por la mirada occidental, de otra racionalidad no con motivo de desterrar a la primera, sino -y lo que es más importante- de desmentir su pretensión de universalidad.
La única amenaza posible para un sistema colmado de sentido y de racionalidad, creyeron los terroristas, es una violencia sin sentido ni racionalidad. Una violencia simbólica que, lejos de lo que se creería desde la lógica occidental, no aporta alternativa ideológica alguna. Una violencia cuyo único propósito es desgarrar la auto-imagen pretendidamente completa de su enemigo.
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