Andrés Seoane Fuente - Lun, 19/06/2017 - 18:33
Septiembre de 2015. Una playa. Oeste de Turquía. Aylan Kurdi. Quizá con estas cuatro pinceladas hayas recordado la espeluznante fotografía que removió la conciencia del mundo entero. Un pequeño de tres años, camiseta roja y pantalón azul, ahogado con la cara pegada contra la arena, y las olas pegando en su rostro mientras un policía se acercaba para recoger su cadáver. También puede que lo hayas olvidado porque la imagen desapareció en pocos días de los medios. ¿Y si fueras tú? ¿O tu hijo? ¿O tu hermano?
Cada mañana, mientras te levantas de tu cama y te das una ducha escuchando la radio antes de ir al trabajo o a la universidad, hay otra vida que está sucediendo en demasiadas partes del mundo. El único sonido que acompaña el día a día de demasiada gente son las bombas. Los gritos de desesperación ante la muerte de un familiar, o de todos. La soledad sin esperanza de que mañana sea un día mejor, porque si consigue ser otro día ya será un triunfo. El triunfo de la vida.
ACNUR, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados, estima que la población desplazada para huir de la guerra, la persecución política o el terrorismo, ha crecido un 65% en los últimos cinco años. 2,2 millones de refugiados más en 2014. 1,7 millones en 2015. 1,1 en 2016. Sólo el año pasado, 20 personas tuvieron que abandonar su hogar cada minuto. Sin llegar a cumplirse cinco meses de 2017, ACNUR cifra en 1.300 los inmigrantes muertos en el Mediterráneo al intentar cruzarlo. ¿De verdad hay alguien que se pregunte qué es la crisis de los refugiados?
Los conflictos armados en Libia o Siria. El hambre. El terror del DAESH. La distancia y el confort nos ciegan los ojos, limitan el sufrimiento que apenas dura el puñado de segundos en el que se emite una pieza en el telediario que nos recuerda la cruda y violenta realidad. Y mientras unos gobiernos se empeñan en poner vallas con desgarradoras cuchillas, que sólo evocan el recuerdo de los peores horrores de la humanidad como Auschwitz o Mauthausen, los voluntarios que se atreven a gastar sus ahorros y sus vacaciones para ayudar en los campos de refugiados regresan a casa con una única idea en la cabeza: volver para seguir ayudando.
Basta con escuchar sus testimonios. Como el de Carmen, que relataba hace algo más de un año, con la voz quebrada, como en el campo de Idomeni había “dos grifos de agua corriente para todo el campamento”. Para 12.000 personas, dos grifos, 20 duchas y 30 baños. Para 12.000 personas. O la historia de Elisa, que recordaba la impresión al ver a un hombre manifestándose en el mismo campo de refugiados con un cartel en el que había escrito: ‘por ser afgano no tengo derechos’, y de esto hace también más de un año. “¿Y si estuviera yo allí? ¿Y si esto da la vuelta y dentro de diez años somos nosotros? Puede pasar perfectamente”, aseguraba con firmeza. Ojalá aprendamos la lección. Ojalá no nos quedemos en la teoría. Ojalá…
Feliz Día Mundial del Refugiado.
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