Álvaro Bayón - Vie, 22/11/2024 - 11:08
Hombre dando nueces a un mono.
Serie: 'Un Viaje por la Ciencia' (LVII)
Somos primates.
Para muchas personas, esta afirmación resulta sorprendente, extraña e incluso, para algunos, insultante. Para un biólogo, sin embargo, es tan obvio como decir que un gato es un felino y un gorrión es un pájaro.
Somos primates porque tenemos ancestros comunes con otros primates que a su vez eran primates también. Lo somos del mismo modo que somos mamíferos, que somos animales. Del mismo modo que somos seres vivos. Que somos primates es un hecho que se entronca directamente con la noción de la evolución biológica. De hecho, el 24 de noviembre es considerado el Día del Orgullo Primate, además del Día de la Evolución, porque confluyen dos aniversarios muy relevantes.
Hace 50 años, en 1954, un 24 de noviembre los paleoantropólogos Donald Johanson, Yves Coppens y Maurice Taieb, que trabajaban en la Depresión de Afar, en Etiopía, mientras en la radio se escuchaban los grandes éxitos de Los Beatles, descubrían unos restos muy extraños, que parecían pertenecer a una criatura a medio camino entre un ser humano y un chimpancé. La propietaria de los huesos, una hembra de Australopithecus afarensis que vivió hace entre 3,2 y 3,5 millones de años, recibió el nombre de Lucy, por la protagonista de la emblemática canción escrita por John Lennon en 1967.
También un 24 de noviembre, en este caso de 1859, un conocido naturalista británico publicaba una de las mayores obras de divulgación científica de la historia. Charles Darwin, con El origen de las especies, abría la puerta a una nueva forma de ver la biología. Comprender el funcionamiento, la naturaleza y el origen mismo de los seres vivos desde este nuevo prisma, a la luz de la evolución, hizo que todo cobrara sentido —parafraseando a Theodosius Dobzhansky—.
Esquema conceptual de la evolución, abocetado por Charles Darwin durante su viaje en el Beagle en 1837.
Aunque el llamado Día del Orgullo Primate tiene un origen relativamente reciente —se celebra en el mundo hispano desde el año 2010, y las referencias al día de la evolución se remontan a 1997—, lo cierto es que ya en el año 1909, medio siglo después de la publicación de El origen de las especies, hubo varios eventos conmemorativos en Cambridge (Reino Unido), Nueva York (Estados Unidos) y Wellington (Nueva Zelanda). Sin embargo, en tiempos contemporáneos esta celebración ha cobrado una nueva dimensión a consecuencia del auge del creacionismo, especialmente en Estados Unidos, donde en algunos lugares sigue vigente el eterno debate sobre si el creacionismo debe enseñarse en las escuelas.
Es un hecho lamentable que, pese a los esfuerzos de las organizaciones científicas y de las Universidades, aún hay un 37 % de estadounidenses que cree firmemente que el ser humano fue creado por su dios en la forma actual, y otro 34 % piensa que la evolución fue iniciada, dirigida, guiada u organizada de forma inteligente por él. Como diría el gran humorista Tim Minchin, "solo un pequeño porcentaje de estadounidenses acierta en este asunto".
Desde el punto de vista científico, la evolución es un hecho ampliamente comprobado y verificado a múltiples niveles. Pero, hay algo que los creacionistas tienen a su favor: no se puede observar a simple vista. Especialmente si no se sabe dónde mirar. ¿O sí?
Las bacterias de Lenski; en el centro, linaje Ara-3 capaz de metabolizar el citrato.
Evolución observable
Cuando sale en conversación el tema de la evolución como un fenómeno que no se puede observar a simple vista, siempre se suele utilizar la misma excusa: es un proceso tan extraordinariamente lento, que necesitaríamos muchas vidas para verlo. Podemos ver las pruebas que deja la evolución en los seres vivos, como podemos observar las huellas de alguien que camina en la playa pero, ¿ver la evolución actuando en tiempo real?
Lo cierto es que sí se puede. Porque el tiempo, en términos evolutivos, no se mide en años, sino en generaciones. Y si bien es cierto que en los organismos a los que estamos más acostumbrados, plantas y animales, tienen generaciones que duran meses, años o incluso décadas, también hay seres vivos cuyas generaciones son mucho más efímeras, que desde que nacen hasta que se reproducen apenas transcurren horas e incluso minutos.
Las bacterias
En el año 1988, un equipo liderado por Richard E. Lenski, de la Universidad Estatal de Michigan, comenzó un experimento que hoy sigue en marcha. Los investigadores obtuvieron una cepa de la bacteria Escherichia coli y sembraron doce poblaciones en sus respectivos medios de cultivo. Cada día —que son casi siete generaciones—, el 1 % de la población es extraída y transferida a un nuevo medio de cultivo, y cada 75 días —más de 500 generaciones—, se congela una muestra del linaje para disponer de muestras históricas y poder luego comparar ancestros con descendientes.
Desde el inicio, se han registrado ya decenas de miles de generaciones de bacterias en el experimento de Lenski. En este tiempo se han observado múltiples cambios evolutivos significativos, como aumento de tamaño, la adquisición de resistencia a antibióticos o, quizá el más llamativo de todos, la adquisición de la capacidad de utilizar citrato como fuente de carbono. Esta novedad evolutiva tuvo lugar en un linaje que durante decenas de miles de generaciones tuvo a su disposición este recurso, sin aprovecharlo. La capacidad fue observada en una población en torno a la generación 31 500. El gran retraso de la aparición de la ventaja evolutiva, y que solo apareciera en un linaje, indicó a los investigadores que se trataba de una mutación extraordinariamente rara.
Pero hay un ejemplo aún más peculiar.
En el año 2016, un equipo de investigadores de la Universidad de Harvard decidió intentar algo nuevo: grabar el proceso evolutivo en vídeo.
En una placa rectangular pusieron un medio de cultivo sólido impregnado en tinta negra y lo dividieron en nueve bandas transversales, a las que fueron añadiendo, de fuera hacia dentro, concentraciones cada vez más elevadas de un antibiótico llamado ‘trimetoprima’. Las dos bandas del extremo las dejaron sin antibiótico. Las dos siguientes las impregnaron con el triple de la dosis a partir de la cual la bacteria ya no puede crecer, una dosis que se considera letal. Las bandas siguientes, hacia el centro, se impregnaron con una concentración de 10 veces la dosis letal, 100 y la central, 1000.
Entonces, en cada banda exterior, donde no había antibiótico, sembraron seis poblaciones de bacterias sensibles al antibiótico, encendieron la cámara de vídeo, y dejaron a las bacterias crecer con la intención de capturar en vídeo el proceso evolutivo de adquisición de resistencia a trimetoprima de las bacterias.
Y lo consiguieron.
The Evolution of Bacteria on a “Mega-Plate” Petri Dish (Kishony Lab).
Las bacterias tardaron 11 días en llegar al centro. El vídeo en tiempo real reveló cómo crecían y se distribuían por la placa las distintas colonias bacterianas y pudieron observar dónde se producían las innovaciones evolutivas. Fueron capaces de trazar el árbol evolutivo de cada uno de los seis linajes originales. La evolución grabada en vídeo.
La placa del experimento de la evolución en vivo de Harvard. Baym et al., 2016
La evolución del ser humano
«Pero siguen siendo bacterias», suelen alegar los creacionistas en este punto, ignorando que la evolución en ningún caso permite que una bacteria deje de serlo. Esas bacterias siguen siendo bacterias en la misma medida en que los seres humanos seguimos siendo primates.
Pero claro, observar la evolución en seres humanos no es tan sencillo. De hecho, incluso entre quienes aceptan la evolución de los seres vivos como una realidad, hay quienes afirman que el ser humano se ha independizado de algún modo de la naturaleza, y ya no está sujeto a las fuerzas de la selección natural; un pensamiento ingenuo basado en un antropocentrismo muy irreal.
Lo cierto es que en ningún momento hemos dejado de evolucionar. Según la ley de Hardy-Weinberg —porque sí, existen leyes de la evolución—, para que una población de seres vivos no evolucione tienen que desaparecer dos cosas: la variación en la población, y la presión selectiva del ambiente. Por lo tanto, la única alternativa para dejar de evolucionar es extinguirse.
En el ser humano no sucede ninguna de las dos circunstancias. Es un animal que se reproduce de forma sexual, y por lo tanto, su descendencia contiene mezclas de genes de los dos parentales. Si este factor no fuese suficiente para producir variación en las poblaciones, las mutaciones suceden tanto si queremos como si no. Y el ambiente en el que vive el ser humano no es, en absoluto, estático. Por todo ello, asumir que el ser humano no evoluciona carece totalmente de fundamento.
Algunas adaptaciones evolutivas, relativamente recientes, y que ni siquiera toda la humanidad comparte, demuestran que el ser humano aún evoluciona. Por ejemplo, muchas personas son capaces de tolerar la lactosa en la etapa adulta. Parece una obviedad, pero sin duda es una adaptación evolutiva fundamental. El resto de las especies de mamíferos, terminado el período de lactancia, deja de producir la enzima lactasa, la que permite digerir adecuadamente la lactosa, por lo que todos los mamíferos adultos son intolerantes a la lactosa. Todos, excepto el ser humano. Gracias a una serie de mutaciones ocurridas hace entre cinco y nueve milenios, actualmente cerca del 35 % de la humanidad puede digerir la lactosa en su etapa adulta. Este porcentaje de tolerancia a la lactosa cambia según la región; en España alcanza entre el 60 y el 80 % de la población. A pesar de lo que muchos creen, los mutantes son los tolerantes a la lactosa y no los intolerantes.
Mujer Bajau en su canoa, en la población de Semporna, Malasia.
Otro ejemplo muy conocido es el de los Bajau. En el resto del mundo, la gente que no tiene entrenamiento en apnea apenas es capaz de contener la respiración bajo el agua durante unos cuantos segundos, quizá hasta uno o dos minutos. Sin embargo, los Bajau, habitantes del sudeste asiático que pasan largos períodos de su vida cotidiana bajo el agua, presentan una adaptación evolutiva en forma de bazo hipertrofiado que permite mayores concentraciones de oxígeno en sangre, y pueden mantener la respiración bajo el agua durante más de 10 minutos, en actividad.
Hay muchas más, por supuesto. El color de la piel, en función de las latitudes que las poblaciones humanas iban ocupando; se aclara al viajar hacia los polos, y se oscurece al acercarse al ecuador. Algunos linajes, como las poblaciones mesoamericanas, han pasado de piel oscura, a clara y de nuevo a oscura. El cabello rubio o los ojos azules son novedades evolutivas surgidas de forma independiente hace solo unos pocos milenios. Rasgos como la estatura —compárese un pigmeo y un masái—, la tendencia a acumular grasa —véase la diferencia entre los mentawai de Siberut y los nativos hawaianos— o la capacidad de soportar la baja densidad del aire los nativos del altiplano andino y los habitantes del Tíbet, de forma independiente, conforman, en todos los casos, ejemplos vivos de que la evolución sigue actuando sobre el ser humano.
Seguimos siendo descendientes de aquella Lucy, descubierta hace 50 años en Etiopía. Seguimos teniendo ancestros comunes con los chimpancés y los bonobos —de los que nos separamos hace apenas 7 millones de años—. Tanto si les gusta a los creacionistas como si no, evolucionamos, y eso es un hecho.
Seguimos siendo primates.
Editor: Universidad Isabel I
ISSN 2792-1808
Burgos, España
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