Yolanda Ballesteros - Mié, 21/06/2017 - 09:54
Yolanda Ballesteros, responsable de la Oficina de Apoyo a la Investigación y a la Transferencia (OTRI) de la Universidad Isabel I.
En este Día Europeo de la Música, me gustaría aportar mi reflexión personal para contribuir a la celebración de la existencia de este fenómeno. Para mí, la música es uno de los objetos intangibles más valiosos, en sus múltiples manifestaciones y esferas (participando en calidad tanto de oyente como de emisor).
Según la Real Academia Española, la música es el arte de combinar los sonidos de la voz humana o de los instrumentos, o de unos y otros a la vez, de suerte que produzcan deleite, conmoviendo la sensibilidad, ya sea alegre, ya tristemente.
La música ha despertado curiosidades y contado con adeptos desde el inicio de los tiempos. Se considera que la música nació de manera pareja al ser humano. Mucho después (unos cuantos siglos antes de Cristo), Aristóteles lanzó la afirmación de que la música es el fenómeno más influyente que puede afectar a una audiencia y Freud, allá por los años 20 del pasado siglo, interpretó la música en términos de “sublimación”, algo así como una manera de transformar los instintos sexuales en productos y actividades bien vistos por la sociedad.
Lo cierto es que a mí, como música amateur que soy, no es la definición de la RAE, ni el afán de influir sobre la audiencia, ni, por supuesto, querer sublimar mis instintos sexuales, lo que me motiva a escuchar o hacer música. Lo que hace que la música tenga ese enorme atractivo, para mí, es la posibilidad de expresar una idea o un sentimiento, de manera coordinada con los otros miembros del grupo, que desean expresar lo mismo que yo.
Tocar un instrumento aporta muchas satisfacciones. Pero también es duro: requiere sacrificios, tales como programar y respetar las sesiones de estudio, invertir dinero en la compra y mantenimiento de tu instrumento, pagar el local de ensayo y montar y desmontar cada vez que tienes que dar algún concierto. La cosa se complica si tu instrumento es enorme, no cabe en el coche, y pesa el doble que tú. Sí, amigos míos, mi instrumento es una batería acústica que está compuesta por dos bombos, cinco timbales, una caja, más de media docena de pesados platos y los correspondientes soportes para todo esto, junto con la silla, porque hay que tocar sentada. Raramente me ayudan a subir y bajar los tambores por las escaleras, transportarlos de un lugar a otro, o montarlos y desmontarlos. Quiero pensar que es porque saben que soy muy pro-igualdad. Pero esto es fantástico para mí, porque hago ejercicio sin necesidad de pesas ni aparatos de gimnasio. Y, además, como soy la que más ruido hace, a los otros componentes del grupo no les queda más remedio que hacerme caso.
Mi consejo es que aprendáis a tocar un instrumento: favorece la concentración, las relaciones sociales, reduce el estrés y es una manera productiva de pasar el tiempo libre. Por otra parte, si soy sincera, no os aconsejo compraros un instrumento más grande que vosotros (como hice yo). Pero, si soy más sincera todavía… ¡sí que os lo aconsejo! La batería es genial, debe de ser de los pocos instrumentos que no se estropea por aporrearlo constantemente y su dinámica puede ser comprendida fácilmente a pocas matemáticas y quebrados que uno sepa. Sólo me queda comentar que si alguno tiene curiosidad por conocer qué se siente al tocar la batería, estaré encantada de dejaros probar. Ya sabéis dónde encontrarme.
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