Sergio Cañas - Mar, 12/04/2022 - 11:00
Motín de Esquilache. Fuente: museodelprado.es
Serie: 'Haciendo Historia' (LXXVI)
Las causas del levantamiento popular de 1766 y la cuestión del vestido: ¿detonante o excusa?
Las causas del descontento que protagonizaron los súbditos madrileños de Carlos III a finales de marzo de 1766 son varias. Aunque desde un punto de vista socioeconómico pueden resumirse en varios años de sequía, inflación, subida de impuestos y carestía de alimentos. Pero la acción que desata el estallido fue el bando dictado el 20 de marzo de 1766 –otros autores lo datan para el día 10 (Fernández, 2001)- por el marqués de Esquilache que prohibía el uso de sombreros de ala ancha y ordenaba recortar las capas largas para evitar la ocultación de armas. Una medida que en sí misma no sirve para explicar el Motín contra Esquilache pero sí es útil porque fue usada para canalizar el malestar preexistente que explotaría el día 23 de marzo y no se terminó hasta tres días después, cuando los amotinados depusieron su protesta colectiva y recibieron el perdón real (Lynch, 1991, p. 235). El motín fue, sin duda alguna, la gota que colmó el vaso del aguante popular dentro de “un proceso en trance de crisis” que se había iniciado antes y que daba señales del descontento generalizado que existía contra el régimen político, económico y social del Antiguo Régimen en España (Olaechea, 1978, p. 76).
Para Lynch (1991, p. 235) el motivo del famoso decreto sobre el vestido fue evitar la ocultación de armas. En la misma línea Fernández (2001) señala que el fin de la medida era evitar el embozo de la identidad para cometer delitos. El propio documento señala el “perjudicial disfraz o abuso de embozo con capa larga, sombre chambergo o ancho, montera calada, gorro o redecilla”, cuestión ya prohibida por una Real Orden de 1745 que no se había cumplido, para que “de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro”. Pero por sí mismo parece bastante simplista pensar que solo una medida sobre la vestimenta, por mucho que incidiera en los usos y costumbres tradicionales, provocase un gran episodio de desobediencia tan violento. Por lo que medidas anteriores como el comercio libre del grano junto a la escasez provocada por las malas cosechas que provocaron una subida general del pan, tienen que ser consideradas para explicar con rigor este episodio histórico de insurrección general. Porque como los dos autores anteriores apuntan, la causa principal del descontente popular se debía a las malas cosechas de los años anteriores y el libre comercio del grano al que se contraponía el concepto de economía moral típico del Antiguo Régimen. Pero, igualmente, a estos elementos se sumaron otros: la xenofobia o, como poco, el rechazo de gobernantes extranjeros, y la conspiración de una parte de la aristocracia española que no estaba de acuerdo con las reformas hacendísticas del ministro italiano.
Esta pluralidad de elementos demuestra que las causas fueron múltiples a pesar de que el detonante fuera el bando sobre la vestimenta. Algo que ya los propios coetáneos al motín contra Esquilache tuvieron claro. Por ejemplo, según el testimonio del embajador de Saboya el motivo de la “revolución” fue la carestía de víveres y el bando sobre la vestimenta. Su homólogo austriaco -testigo presencial y víctima inopinada del tumulto- opinaba igual e incluso destacó de la colocación de letreros que pedían “pan barato, traje español y la expulsión o muerte de Esquilache” (Andrés-Gallego, 2003, p. 17 y 19). Sin embargo estos testigos presenciales no tienen en cuenta las interpretaciones que posteriormente han surgido para explicar el hecho. Puesto que otra línea de investigación señala la conspiración surgida entre el clero. Sobre todo por los sectores descontentos con el regalismo de Carlos III, donde destacan los jesuitas. A lo que hay que añadir las divergencias entre los partidos reformistas, como el de Ensenada y Aranda, si bien todos los políticos españoles coincidían en ser partidarios de apartar a los extranjeros del poder. Ya que ambos elementos contribuyen a dibujar mejor el camino del motín (Fernández, 2001).
En ese sentido debemos atender e incluir en la explicación la causa política. Es decir, la incidencia e impopularidad de las políticas ilustradas que Esquilache impulsó durante su gobierno. Pues en el intento de mejorar las condiciones materiales de vida e influir en la mentalidad española para introducirles en el credo ilustrado, se provocó un rechazo bastante amplio ya que chocaron frontalmente con una crisis de subsistencia importante. Lo cual fue canalizado por la alta nobleza anti ilustrada y el clero regular para instrumentalizar el hambre y lanzar al pueblo contra las reformas y sus impulsores extranjeros, que eran presentados como aves de rapiña de la riqueza nacional y enemigos declarados de las esencias y tradiciones españolas (Albiac, 1998, p. 9). Pues la xenofobia fue un elemento importante en el motín contra Esquilache, como lo demuestra que también la violencia popular se digiera contra otros dos personajes italianos que vinieron con el rey a España: el ministro Grimaldi y el arquitecto real Sabatini. Cuyas residencias también fueron atacadas y asaltadas. Desde este punto de vista contra las reformas urbanas de Madrid se opuso “gran parte de los madrileños” ya que consideraban que todo este plan era un fastidioso invento surgido de un gobierno formado en su mayoría por ministros italianos”. Las quejas que llegaban a las estancias del monarca no eran nuevas y Carlos III criticó en privado “las dificultades que los ciudadanos ponían a su trabajo” y a los habitantes de Madrid que, a sus ojos, “eran como niños, que lloran y protestan cuando se les lava la cara”. Por todo ello podemos concluir que el reglamento contra la vestimenta actuó como detonante pero la gasolina era la protesta general contra el cambio, la subida de precios del grano “y, en general, la oposición a la intromisión del gobierno en la vida privada” (López González, 1995, p. 9).
En suma todo apunta a que en el episodio de motín popular producido por la crisis de subsistencia de 1766 se mezclan y confunden elementos de protesta política y el rechazo a los políticos extranjeros (Gómez Urdáñez, 2020, p. 169). Ya que en el primer gobierno de Carlos III hay una serie de ministros españoles (conocidos por la historiografía como golillas) junto a ministros extranjeros como Grimaldi y Esquilache. Frente a ellos se opone el partido castizo compuesto por miembros de la élite aristocrática española tradicional contrarios a algunas reformas ilustradas que juzgaban extranjerizantes y lesivas para la tradición eclesial española y para sus intereses de grupo privilegiado (Egido, 1976, p. 241).
Por eso para algunos autores la responsabilidad de los motines es principalmente política y responde a las intrigas cortesanas para deponer a Esquilache (Egido, 1979). Argumento que se refuerza por la alianza circunstancias del duque de Alba con los jesuitas con ese objeto y que responde al complot del “partido español” que financió y promovió los panfletos antigubernamentales mientras en algunas misas se deslizaban críticas al gobierno (Guasti, 2002, p. 139). Pues la élite tradicional del Antiguo Régimen y “los centros tradicionales de poder” siempre estuvieron en contra de la política ilustrada de Carlos III y de sus gobiernos. Aunque la oposición nunca fuera franca y abierta, sino “con frecuencia tímida”, muchas veces sirvió para frenar iniciativas reformistas y tienen en el motín de 1766 una de sus principales manifestaciones, por ser una operación política “en buena parte” organizada e impulsada “por los aristócratas descontentos” ante el nuevo rumbo político que con Carlos III y Esquilache les alejaba del centro del poder real (Ribot, 2019, p. 893). Aunque en la operación del motín fue sobre todo la facción del duque de Alba la que se aprovechó “del disgusto popular” para lograr echar a Esquilache y “envolver a los jesuitas en la causa” para eliminar sospechas sobre sí (De Asís Aguilar, 1877, p. 324). Así, no parece ser dudoso el argumento historiográfico que subraya que el descontento popular, producto de la miseria, “fue explotado por los promotores del motín” que se dedicaron a sufragar gastos y usaron su prestigio social para excitar los ánimos contra el Gobierno y también pusieron a su servicio a los intelectuales eclesiásticos que comenzaron a escribir contra la política reformista y su promotor, Esquilache. Es decir, que la élite tradicional fue la autora intelectual y la parte financiadora del motín, mientras que el pueblo fue el autor material del mismo (Macías, 1988, p. 21).
Embozado en el Motín de Esquilache. Fuente: Bibliotecasdemadrid.es.
En general, las interpretaciones historiográficas más fértiles vinculan desde hace décadas distintos elementos que sirven para explicar el motín de 1766: la protesta popular, la conjura elitista aristocrática y jesuita y la política anti ilustrada nobiliaria y clerical. Por lo que, desde esa perspectiva, más que hablar de un conato revolucionario es más preciso interpretar el episodio como un motín que sirve para mover, antes que para derribar, la estructura sociopolítica del Antiguo Régimen (González Calleja, 2020). Pues el motín tiene un componente de acción antiministerial, otro de remedio contra la crisis de subsistencias y otro de anular las reformas de las costumbres y alejar la guardia extranjera de Madrid (Fernández Álvarez, 1979, p. 437). Así, la cuestión del vestido, normalmente considerada crucial para explicar el motín en términos sociales como idea recurrente, solo era la superficie de una cuestión que afectaba a la propia estructura sociopolítica del país (Gómez Urdáñez, 2020, p. 171).
En relación a la subida del precio del grano no solo se debe a la incidencia negativa de liberalización de su comercio, que a corto plazo se mostró incapaz de terminar con los abusos anquilosados en la tradición antiguorregimental, porque los años anteriores fueron años de sequía y por ende generaron malas cosechas (Macías, 1988, p. 14). Ya que entre las causas y explicaciones economicistas de los motines de 1766, se ha destacado que aunque la “reacción popular ante la escasez fue distinta, según las circunstancias”, su principal origen fue la subida del precio del grano, fruto de las malas cosechas. De modo que “el descontento provocado por el precio alto del pan y la revuelta consiguiente, permiten comprender (…) la reacción en cadena, pues se trató de la misma respuesta ante problemas de subsistencia análogos” (Anes, 1999, p. 260).
El embajador austríaco ya hablaba en 1764 del “odio, que se manifiesta sin excepción contra el Ministro de Hacienda, Esquilache” y de la pasividad de Carlos III que demostraba tener una fe ciega en su ministro italiano. La embajada de Dinamarca, en el mismo sentido, hablaba de un Esquilache siempre en posesión del favor y de la confianza del rey y “cerrado en sus principios y no actuando sino según sus estrechas miras y sus intereses particulares”, hasta el punto de hacer “despóticamente (…) lo que le viene en gana”. Sin ocultar que mientras llenaba “las arcas del Rey” se enriquecía él mismo “destruyendo el comercio y la industria” con algunas de sus medidas y “precipitando al pueblo cada vez más a la miseria” (Olaechea, 1978, p. 80). Y en general no era extraño que los despachos diplomáticos europeos hablasen en 1764, sin ningún tipo de tinte negrolegendario por su parte frente a los estudios hechos en España posteriormente, de una “nación entera hundida en la más profunda miseria, agotada por las vejaciones y los impuestos” y de la ineficacia del rey para frenar los “enormes abusos que se han ido acumulando en todas partes”. En esta tesitura el pueblo no solo era víctima del hambre y de la miseria, sino que la situación “se debía tanto a la falta de instituciones adecuadas como a la general incuria y desidia de los españoles”. Que en el caso de Madrid atraía a una “nuble de mendigos y vagabundos” que “en el río revuelto de las ciudades” aspiraban a vivir “del bodrio de los conventos, o de otras formas más vergonzantes” y que no dudaban en aliarse con el pueblo “soliviantado por el hambre” para hacer causa común. Además en Madrid el pan era más barato que en provincias porque Carlos III usaba su propio peculio para mantener un bienestar capitalino allí donde tenía su residencia y vivían los diplomáticos extranjeros, creando una ficción, un espectáculo de equilibrio, que era visible para los diplomáticos extranjeros (Olaechea, 1978, p. 79).
A pesar de la variedad de causas que conducen al motín contra Esquilache, fundamentalmente el motín se produjo por la reforma de la vestimenta, la subida de alquileres provocada por las obras urbanísticas y las medidas que querían mejorar la cuestión higiénica de la ciudad, una serie seguida de malas cosechas, la libertad del comercio de granos que no frenó la especulación y el aumento del precio del pan, del aceite (de lo que precisamente se culpó a la implementación de tantos faroles públicos) y del tocino, que eran productos básicos para la alimentación popular. De hecho no eran elementos totalmente novedosos, porque en diciembre de 1765 ya se habían vivido momentos tesos que el propio Carlos III había reprochado en privado al marqués de Esquilache. Por eso para Fernández (2016) es necesario añadir nuevos factores para explicar los motivos que en marzo de 1766 conducen a una rebelión de grandes dimensiones. Porque a las tensiones habituales provocadas por crisis de subsistencia, resistencia antiseñorial y protesta contra la corrupción oligárquica, entonces se sumaron todas las tensiones provocadas por medidas reformistas ilustradas muy impactantes en ese momento y que en la época no era posible considerar para explicar el Motín contra Esquilache. Puesto que el motín no fue puramente espontáneo y no puede entenderse sin las luchas intestinas por el poder, hay que señalar el papel de sus instigadores que no fueron otros que los sectores de la élite antigua contrarios a las reformas ilustradas. En suma, esta élite tradicional usaron la inquietud y el malestar popular para canalizarlo contra la voluntad del Gobierno y usarlos como arma para defender los intereses de estas clases privilegiadas (Fernández, 2016).
Por su parte, Anes (1999, p. 261) señala que tanto en los conatos de motín que se producen en algunos pueblos manchegos en el otoño de 1765 por la falta de grano como el motín de 1766 de Madrid y “los motines en cadena” que se produjeron a partir del mes de abril de ese mismo año, se vislumbra “una dimensión nueva que confirma su carácter de alborotos, asonadas, tumultos o conmociones populares, típicas de los momentos de crisis de subsistencias”. Sobre todo motivado por el gran aumento del precio de trigo en España que se produce entre finales de 1765 y la primavera de 1766, que fue más importante en la España del interior que en la periferia peninsular. Aunque este hecho está íntimamente ligado por algunas de las reformas políticas ilustradas, ya que “los problemas de subsistencias que provocaron las malas cosechas y los almacenamientos anteriores a 1766” fueron “favorecidos por la abolición de la tasa y el libre comercio establecido por la real cédula de julio de 1765” (Anes, 1999, p. 267). Y junto al descontento popular provocado por la falta de alimento y el reglamento sobre el vestido para controlar la delincuencia y a la población inactiva y marginal, se debe considerar el descontento de una parte de la élite social y otra parte de la población intermedia que entendían el bando sobre capas y sombreros como una manera de eliminar las diferencias y distinciones socio-profesionales. Puesto que “las medidas adoptadas contra ciertas costumbres populares en materia vestimentaria, estaban cargadas de significación”. Lo que sirve, al decir de Risco (1984, p. 20) para “reconsiderar la espontaneidad de la reacción de 1766”.
Motín de Esquilache. Fuente: alfayomega.es
Las consecuencias: ecos del motín en otros lugares
Los motines contra Esquilache de marzo de 1766 se saldaron con cuarenta muertos. La mitad de las víctimas eran plebeyas y la otra mitad militares. Y con un serio revés al orgullo de Carlos III como hombre y como rey. Consideró “el motín como una afrenta” personal y política (Gómez Urdáñez, 2020, p. 171). Su venganza fue privar al pueblo madrileño, que lo había amenazado, de su real persona. Si bien que el monarca estuviera ocho meses sin regresar a Madrid se ha visto, y con razón, como una suerte de retiro preventivo. Por un lado porque su regreso se produjo después de que el Ayuntamiento, la nobleza y los gremios le pidieron formalmente su vuelta al Palacio Real y de que el Consejo de Castilla declarase nulas las medidas otorgadas en marzo de 1766 para frenar la algarada popular capitalina. Pero por otro lado porque durante esos ocho meses de ausencia cerca de 15.000 soldados fueron acuartelados en la capital, de donde no saldrían durante todo el reinado para garantizar la seguridad del rey y de su gobierno (Fernández, 2001).
Más allá de Madrid y del motín, o los motines contra Esquilache de 1766 vividos en la capital del reino, sus ecos tuvieron amplia resonancia en toda la España peninsular (Fernández, 2001). Como en las jornadas tumultuarias de marzo se trató de protestas colectivas populares, es decir, de “acciones de protesta no institucionalizadas” protagonizadas en la calle por las capas populares y las clases subalternas para “manifestar de forma pública su insatisfacción, llamar la atención sobre las causas de su descontento, exigir mejoras en sus condiciones de vida o reclamar derechos sociales y políticos” (Gil Andrés, 2000, p. 10). Los despachos diplomáticos fueron unánimes a la hora de trasladar a sus gobiernos la importancia de lo que estaba sucediendo en España. Por ejemplo, el embajador danés refirió que lo que había ocurrido era “una revolución que podía tener unas consecuencias insospechadas”, una “crisis fatal”, una “catástrofe” en el reinado de Carlos III, que sería “memorable para siempre en los anales de España, y puedo añadir muy bien que en los de Europa” (Olaechea, 1978, p. 75 y 76).
Como sucede en el análisis de las causas del motín del pueblo madrileño, también entre la historiografía hay diversas perspectivas para interpretar los motines primaverales españoles de 1766 que siguieron al motín original. Así, Vilar (1972, p. 199 y ss.) y Domínguez Ortiz (2005, p. 115 y 116) prefieren usar una explicación multicausal y más completa para tratar el Motín contra Esquilache y su propagación por imitación en el resto del territorio peninsular. Si bien, la visión marxista de Vilar le lleva a considerar que se trata de una protesta de ciclo antiguo caracterizada por su corta duración y su origen en una crisis económica de naturaleza agraria, mientras que para Domínguez, más pegado a la historiografía liberal, todo es fruto del ejemplo de Madrid y el eco que produjo en otras ciudades el cambio de la política de liberalización del mercado del grano, principalmente. Lo cual parece dejar superada interpretaciones anteriores que señalaban que fueron movimientos populares totalmente espontáneos (Rodríguez Casado, 1962) o que señalaban hacia 1949 a los masones como los principales instigadores fruto del ambiente historiográfico de ese momento, en alguna obra que por su escasa calidad historiográfica no merece la pena ser considerada seriamente en este trabajo.
En la medida en que estos motines populares se extendieron desde la capital hacia otros puntos del país como Aragón, Castilla y León, País Vasco, Andalucía, Castilla la Mancha, La Rioja y Cataluña, se puede equiparar este fiel reflejo del gran pánico vivido en el campo español como un anticipo histórico de la Grande Peur que se vivirá en la Francia campesina en 1789. Así como en la mirada comparativa hay que considerar el esquema de “una acción de masas volcadas sobre la calle, que entran en conflicto con un cuerpo de tropa defensivo de la capital “representativa de la fuerza extranjera al servicio” del poder de la monarquía absoluta. Sin duda alguna el hambre fue el gran catalizador de la explosión de las protestas, tanto en España como en Francia, y “no hay que olvidar” el componente político y “lo que suponía ya Madrid como capital de España” y el impacto que los hechos locales tuvieron en otras partes del país. Como ocurre en el caso francés con París (Fernández Álvarez, 1979, p. 437). De hecho la liberación del mercado de granos es una de las medidas características de las políticas ilustradas más avanzadas en la Europa del siglo XVIII, llegando a implantarse en España, Francia y Suecia “no sin despertar vehementes recelos y hasta abierta resistencia” en los dos primeros casos (Alfonso y Martínez, 2015, p. 433).
Mapa de los amotinamientos de 1766. Fuente: elhistoriadores.wordpress.com
A principios de abril en Barcelona hubo un conato reprimido rápidamente por el marqués de la Mina con ayuda de la tropa y de los cañones bajo su mando. Pero además, también resaltó la colaboración de “ciudadanos honrados” que junto al Ejército no dudaron en apuntar contra los sediciosos en cuanto comenzaron a pegar en las paredes los primeros pasquines que “bax pena de vida” instaban al pueblo barcelonés a amotinarse “para cumplir lo que los avem promes a cas de no contertanos”. En Zaragoza, donde a primeros de abril aparecieron pasquines exigiendo una rebaja en el precio del pan bajo amenaza de motín en caso de no verificarlo en una semana, la situación no fue tan fácil de controlar para las autoridades absolutistas. Se vivieron, como en Madrid apenas una o dos semanas antes, varios episodios de violencia directa tanto en los enfrentamientos entre los paisanos y la tropa como en la represión que siguió al final abrupto del motín zaragozano. Donde destaca el asalto y el saqueo de casas de comerciantes y algunos políticos locales y el posterior ahorcamiento público de nueve amotinados para dar una lección a quien se atreviera a participar en un nuevo levantamiento. Ahondando en lo simbólico y en la brutalidad de la medida vista desde el presente, sabemos que las cabezas de los ejecutados fueron expuestas durante meses para que sirvieran como escarmiento en cabeza ajena y que también hubo sesiones de castigos corporales públicos. Otros presos fueron enviados a Cartagena para servir en galeras (Gómez Urdáñez, 2020, p. 176 y 177).
También hubo más casos de motines o proyectos de motín a lo largo y ancho de la geografía española peninsular. Como lo demuestran los hechos producidos en municipios de las provincias de Alicante, Cuenca, Ciudad Real, Córdoba, Guipúzcoa, La Rioja, Madrid, Murcia, Palencia, Salamanca, Valencia, etc. Lo cual ponía encima de la mesa la existencia general de una serie de tensiones sociopolíticas y el protagonismo político, muchas veces minusvalorado por un sector de la historiografía, de las clases subalternas. Fue una “importante muestra de descontento social” que de Madrid pasó luego a otras 36 ciudades españolas y otros 64 municipios de menor tamaño más, dando al traste con “la tónica general de tranquilidad” vivida en el setecientos español (Fernández, 2016 y Olaechea, 1978). Pero en el trasvase del malestar capitalino a la provincia se diluyeron las motivaciones políticas o anti ilustradas. Estas revueltas locales periféricas tuvieron una clara motivación socioeconómica, su principal meta era lograr una rebaja del precio de los productos de primera necesidad y fueron episodios históricos extraordinarios ya que no se volvieron a repetir en el resto del reinado de Carlos III. Además de que a pesar de la espectacularidad que supuso su multiplicación geográfica, se extinguieron rápidamente sin poner en jaque el orden antiguo ya que en ocasiones las fuerzas vivas locales colaboraron en su pacificación y en otros casos la paz llegó por la debilidad de la propia rebelión. Por esa razón se han visto por algunos especialistas como meros motines provocados por la hambruna popular donde las clases elevadas no fueron agentes ideológicos ni financieros (Domínguez Ortiz, 1980).
Estatua de Carlos III en la Plaza Mayor de Burgos. Fuente: verpueblos.com
Conclusiones: todo para el pueblo, pero sin el pueblo y nunca contra el pueblo.
Las peticiones de los amotinados madrileños fueron declaras ilegales por el Consejo de Castilla y no se llegaron a cumplir totalmente: se mantuvo el libre mercado de grano pero la Junta de Abastos no se restauró; se dio más participación popular en la vida municipal y se concedió un indulto general a los amotinados, pero muchos terminaron encarcelados por su condición de gente antisocial y peligrosa para el bien general (Fernández, 2001). Si observamos el episodio como una suerte antecedente revolucionario europeo de cuño español, fue una “revolución fallida” porque se volvió contra sus promotores y provocó una contrarrevolución que “robusteció el poder centralizador del Gobierno” (Olaechea, 1978, p. 76).
Tampoco los intereses de sus instigadores más reaccionarios, civiles o religiosos, se vieron satisfechos: la determinación de planificar una política ilustrada para favorecer el progreso material y el poder real ayudaron a medio y largo plazo para consolidar el modelo europeo del absolutismo ilustrado (Albiac, 1998, p. 9). Lo único que se logró fue expulsar a Esquilache del poder y del reino, una rebaja del precio del pan y asentar el proyecto reformista de Carlos III. Porque tanto la reforma del vestido como los planes urbanísticos de saneamiento continuaron. Lo que demostraba que “no obedecían a ningún intento de extranjerizar Madrid, sino simplemente a tratar de hacer de ella una ciudad más limpia y más segura” (López González, 1995, p. 9).
Carlos III se sintió “dolido y defraudado” con el pueblo madrileño tras los motines contra Esquilache. Desde su mentalidad era una situación anormal: porque a sus desvelos reformistas le habían respondido con un motín y prácticamente con la desobediencia. De ahí que en un primer momento estuviera tentado a abandonar Madrid, agrupar sus fuerzas militares y reprimir el motín de manera violenta. Pero luego, pasado el susto, no cerró del todo la herida que sufrió en lo más profundo de su orgullo. Una herida que se hizo compatible con “un miedo nada disimulado a la algarada” hasta el final de sus días (Fernández, 2016). Por su parte, Esquilache, primero desterrado a Nápoles y luego a Sicilia, no cesó de clamar al rey por la rehabilitación de la honra perdida en el motín de 1766 y de pedir un cargo político que demostrase públicamente su inocencia. Lo que consiguió en 1772 cuando fue nombrado embajador de Venecia, empeño del que se encargó hasta el final de sus días (Vaca de Osma, 1997). Al rey le costó desprenderse de un ministro muy querido y reconoció en privado que lo había tenido que sacrificar para terminar con el motín. Por su parte Esquilache partió defraudado con el pueblo madrileño que en lugar de reconocer sus desvelos con la capital le maltrató de palabra y obra (Domínguez, 1980).
El partido albista en general y el conde de Aranda en particular, fueron los mayores beneficiados del motín contra Esquilache. En el caso del noble aragonés fue, al decir de Vidal y Martínez, “el hombre fuerte” del reinado de Carlos III tras los episodios de 1766 (2001, p. 285). Su fortaleza era tal que incluso en julio de 1766 trajo de vuelta a la antipopular Guardia Valona a pesar de las amenazas populares suscitadas ante la medida y sin provocar un nuevo levantamiento (Olaechea, 1977, p. 298). Aranda confió tanto en sus políticas que se jactó de “obtener mediante la persuasión lo que Esquilache no obtenía por la fuerza”, pues logró imponer el reglamento sobre el vestuario en la ciudad. Lo hizo con una mezcla de populismo e inteligencia, ya que dispuso que la capa larga y el chambergo fueran el atuendo oficial de los verdugos, personaje que suscitaba el recelo popular. Además, tras el regreso de Carlos III al Palacio Real de Madrid, verificado el 1 de diciembre de 1766, supo contentar a la plebe renovando la célebre fórmula del pan y el circo sin necesidad de influir en la estructura socioeconómica y sociopolítica: impulsó festejos taurinos, celebró obras de teatro, óperas y bailes de máscaras, así como principió a desarrollar un imponente programa de obras públicas para reactivar el mundo laboral popular capitalino y seguir cumpliendo con el programa urbanístico ilustrado (Danvila y Collado, 1893. pp. 393-394). No obstante de que de manera más o menos disimulada se reforzó el control militar sobre la capital y los Sitios Reales próximos, como el caso de Aranjuez durante el tiempo en que allí permaneció Carlos III.
El reinado de Carlos III se ha explicado por la historiografía como el culmen del absolutismo ilustrado (Ribot, 2019, p. 892) porque su gobierno se asentaba sobre las bases del Despotismo Ilustrado y la monarquía absoluta. Es decir, lo ejercían los ministros con el rey y se distinguía de la fórmula anterior que dejaba el gobierno de los grandes de España con el rey. Pero en el caso del gobierno de Esquilache este personaje funcionó entre 1759 y 1766 como una suerte de privado del monarca, lo cual era un cambio importante que de alguna forma recordaba a la figura del valido tamizada por la Ilustración. Tras los motines de 1766 y tras la expulsión de los jesuitas, los nuevos gobernantes ilustrados operaron, de acuerdo con Carlos III, para “magnificar la figura del rey” hasta el punto de rayar en la divinización de su real persona y así provocar “el desequilibrio de la praxis política a favor de la megacefalia de una monarquía despótica y sagrada” (Gómez Urdáñez, 2020, p. 122).
Para alcanzar esa nueva forma de gobierno, Carlos III también expulsó a los jesuitas para alejar posibles nuevas revueltas en sus dominios que minasen las bases de su trono y la seguridad de la familia real. A ese respecto debemos considera que las luchas internas no solo eran políticas, porque las polémicas sostenidas por motivos ideológicos y materiales habían enfrentado a agustinos y dominicos contra los jesuitas, de quienes, además, se desconfiaba por el enorme poder que habían acumulado a ambos lados del Atlántico. Esta desconfianza también hizo mella en juristas ilustrados como Campomanes, ante la oposición política de esta orden religiosa frente al regalismo ilustrado sostenida en su cuarto voto que les hacía seguir fielmente las disposiciones del papa, a la sazón obispo de Roma, cabeza del catolicismo internacional y rey de los Estados pontificios (Caridi, 2015). Por otro lado, conviene tener en cuenta que ya habían surgido voces ilustradas favorables a reformar las relaciones Iglesia-Estado en España e iniciar una política desamortizadora eclesial. Y que la expulsión de los jesuitas, hegemónicos hasta entonces en materia de educación, permitía a la Corona apropiarse de sus bienes. Y, en línea con sus antecesores en el trono español, confirmar en el reinado de Carlos III la senda regalista (Ribot, 2019, p. 893).
El Motín de Esquilache, obra de José Mati y Monsó (1864). Fuente: museodelprado.es
En suma, inicialmente los motines contra Esquilache sirvieron para que el pueblo madrileño arrancase algunas prerrogativas al rey y el monarca italiano no descuidase jamás el sentimiento popular ante las reformas ilustradas. De nuevo se impuso la archiconocida fórmula política que caracteriza el Despotismo Ilustrado: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Sin embargo, a partir del 23 de marzo de 1766 en el reinado de Carlos III se tuvo que añadir una coda final cuyo resultado fue, a nuestro entender: todo para el pueblo, pero sin el pueblo y nunca contra el pueblo. Pues como dijo Cadalso, famoso autor ilustrado que tuvo que tranquilizar al populacho enfurecido para salvar la vida al conde de O´Reilly en la Puerta del Sol, aquella jornada se dio a conocer “el verdadero carácter del pueblo” (Glendinning y Harrison, 1979, p. 12).
Más información en: El Motín de Esquilache (I)
Bibliografía:
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Editor: Universidad Isabel I
Burgos, España
ISSN: 2659-398X
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