Carmen Cares Mardones - Dom, 24/01/2021 - 10:30
En el año 2018 la UNESCO decide proclamar el 24 de enero como el Día Internacional de la Educación. Esta decisión ratifica los acuerdos que se han venido estableciendo desde el 2015, sobre la necesidad de transformar el mundo a través de un desarrollo sostenible “de las personas, por las personas y para las personas”.
El desarrollo sostenible es definido por la UNESCO en 17 puntos que engloban necesidades urgentes como la erradicación del hambre y la pobreza; la educación de calidad; la igualdad de género; la acción por el clima o la búsqueda de la paz y la solidez de las instituciones; y reconoce, con la proclamación del Día Internacional de la Educación, el rol fundamental que esta cumple en la creación de sociedades más justas, sostenibles y resilientes.
La relación entre desarrollo y sostenibilidad no ha sido una de las características de las sociedades industriales y postindustriales, algo que ha contribuido a perfilar las profundas desigualdades sociales arraigadas en las formas de vida actuales y que han sido naturalizadas por los sistemas económicos. El ecocidio, el biocidio y el expolio han sido prácticas habituales y consideradas como daños colaterales del desarrollo, como también lo han sido las desigualdades de raza, clase y género, y todas las formas de exclusión y marginación.
Antídoto contra la injusticia y la pobreza
Durante muchos años se ha pensado en la educación como un antídoto contra la injusticia y la pobreza, asumiendo que esta tiene la capacidad de transformar la vida de los sujetos menos favorecidos y otorgarles la oportunidad de surgir. Sin embargo, y de ahí su importancia, la proclamación del Día Internacional de la Educación no habla de un remedio milagroso sino de una vacuna para prevenir el daño y, de la misma manera en que los ojos del mundo están hoy en esa vacuna que puede salvar millones de vidas en el mundo entero (pobres, ricos, negros, blancos, niños o adultos), se alza como la única solución posible para hacer viable la vida humana a largo plazo.
El actual escenario global devuelve una radiografía de la precariedad de las estructuras sociales, graficando en toda su plenitud la vulnerabilidad del ser humano, su falta de previsibilidad y su desajustado orden de prioridades, en donde el factor económico prima por sobre la vida en todas sus formas. Pero, por otro lado, se ha recuperado la esencia más pura de la humanidad; la necesidad de estar unos con otros y de construir sociedad colectivamente en un mundo donde la mayor pandemia es el hambre y la pobreza, enfermedad para la cual aún no existe cura. Educar en igualdad de condiciones no es solo entregar al pobre la opción de educarse, es educar a todos y todas para construir justicia social.
Por todo esto resulta fundamental dejar de pensar en la educación como “la oportunidad de sus vidas” para algunos y una opción de vida para otros, y comenzar a entenderla como un derecho y un deber de todos y todas. Para que esto suceda, sin embargo, es preciso sortear la primera gran valla: garantizar el acceso a una educación inclusiva y equitativa en todos los niveles educativos, de forma permanente a lo largo de la vida y que permita la participación social de todas las personas, asegurando así su contribución al desarrollo sostenible.
La responsabilidad
Los y las profesionales de la educación tienen una labor y una responsabilidad fundamental, porque en gran medida la esperanza y el peso del cambio se ha depositado sobre sus hombros. Pero esta responsabilidad debe ser compartida con las familias, los Estados, con los grandes capitales, con los científicos e investigadores(as) sociales, con todas las instituciones y con toda persona que participe de la vida social.
Este 24 de enero no es solo el Día Internacional de la Educación, es una invitación a reflexionar sobre lo que no se está haciendo bien, a crear estrategias para recuperar a quienes están quedando atrás en la vorágine de esta pandemia y a trabajar para que la “nueva normalidad” traigo consigo la educación para la transformación social.
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