Sonia Alguacil Sánchez - Vie, 23/07/2021 - 14:28
Serie: 'Neurociencia Educativa' (XII).
¿Es leer tan fácil como creemos? A pesar de parecer una habilidad sencilla, la lectura depende al mismo tiempo de la combinación flexible y armoniosa de procesos de bajo y alto nivel (por ejemplo, desde el procesamiento de la forma de una letra, hasta la comprensión misma de su significado o la integración de este con otros). Esta complejidad, como pasará con otras muchas habilidades, guarda, en parte, relación, con la complejidad misma del funcionamiento cerebral, con cómo este se organiza y comunica internamente.
En la carrera por comprender la mente humana, una de las cuestiones principales ha sido, y es, la de determinar la relación precisa entre estructura y función, asumiendo que esta está lejos de ser «aleatoria» o que su comprensión carece de interés (Batista-García-Ramó y Fernández-Verdecia, 2018).
Gracias a la evidencia acumulada y el avance con el uso e interpretación de los índices obtenidos mediante la combinación de las técnicas de neuroimagen, junto con datos comportamentales (entre otros), y los nuevos modos de análisis proporcionados desde campos como la física o las matemáticas, hoy día sabemos que el ser humano viene al mundo contando ya, desde el inicio, con una serie de circuitos preconfigurados (redes neuronales) que permiten el procesamiento, incluso automático, de informaciones de tipo y complejidad muy variables, algunas de ellas fundamentales para habilidades como la lectura.
Si bien es bastante popular la idea de que el cerebro se conforma por una serie de regiones asociadas, en mayor o menor grado, a una función o proceso cognitivo específico, esta relación, sin embargo, no es tan estable ni predecible como en un principio se suponía. Aunque la estructura parece determinar parcialmente el modo en el que nuestro cerebro operará a nivel funcional, existe cierta independencia que indica que las conexiones funcionales del cerebro no solo pueden ser explicadas por su base anatómica.
De manera general, se asume que el cerebro cuenta con un conjunto de estructuras interconectadas entre sí a modo de red que guardan cierta relación con cómo los diferentes procesos cognitivos, del día a día, tienen lugar y cómo estos se desarrollan en un determinado momento del tiempo, incluso con cómo de eficientes son dichos procesos (por ejemplo, la capacidad para procesar y responder de manera flexible; Barbey, 2018). Esta relación entre estructura y función se caracteriza por una complejidad particular dependiente de, entre otros múltiples factores, la distribución de las conexiones neuronales en términos de tiempo y de localización espacial (Honey, Thivierge y Sporns, 2010).
A este respecto, una de las visiones más innovadoras en los últimos años plantea que la organización cerebral se estructura en torno a una distribución jerárquica que presenta conexiones funcionales a pequeña y gran escala, según estas ocurran entre regiones o redes más o menos próximas entre sí, con propiedades diferentes en el modo de transmisión de la información. Disponer de estas dos formas de conexión y procesamiento es lo que hace del cerebro un sistema complejo pero eficiente y flexible, pudiendo aprovechar los beneficios de unas y de otras, a pequeña y gran escala (el procesamiento más específico en una determinada región o pequeño grupo de estas frente a la integración más global de información en conjunto), en función de las necesidades (Dosenbach y colaboradores, 2008).
La evidencia señala que incluso la tasa de éxito de un determinado aprendizaje puede, hasta cierto punto, ser dependiente de cómo estén establecidas estas conexiones, cómo de flexibles sean y de en qué medida puedan ser reforzadas como así ocurre en la dislexia (Bassett et al., 2011). De hecho, algunos estudios hasta la fecha destacan que, en las dificultades específicas de aprendizaje, como sucede con la dislexia, el patrón de comunicación o conexión entre las redes implicadas en el procesamiento de las palabras, por ejemplo, habitualmente está alterado, existiendo una «descompensación» en cómo estas conexiones a pequeña y larga escala tienen lugar que, sin embargo, puede modificarse con un entrenamiento específico que favorezca la neuroplasticidad (Bassett et al., 2011).
En habilidades tan complejas como la lectura, por tanto, la consideración de estos patrones de conectividad funcional se convierte en un elemento clave que permitirá, no solo comprender la base neurocognitiva de los procesos implicados, sino también contrastar los beneficios específicos y generales de las intervenciones que se diseñen con determinados colectivos.
Referencias
Barbey, A. K. (2018). Network Neuroscience Theory of Human Intelligence. Trends in Cognitive Sciences, 22(1), 8–20. doi:10.1016/j.tics.2017.10.001
Bassett, D. S., Wymbs, N. F., Porter, M. A., Mucha, P. J., Carlson, J. M. y Grafton, S. T. (2011). Dynamic reconfiguration of human brain networks during learning. Proceedings of the National Academy of Sciences, 108(18), 7641–7646. doi:10.1073/pnas.1018985108
Batista-García-Ramó, K. y Fernández-Verdecia, C. (2018). What We Know About the Brain Structure–Function Relationship. Behavioral Sciences, 8(4), 39. doi:10.3390/bs8040039
Dosenbach, N. U. F., Fair, D. A., Cohen, A. L., Schlaggar, B. L. y Petersen, S. E. (2008). A dual-networks architecture of top-down control. Trends in Cognitive Sciences, 12(3), 99–105. doi:10.1016/j.tics.2008.01.001
Honey, C. J., Thivierge, J.-P. y Sporns, O. (2010). Can structure predict function in the human brain? NeuroImage, 52(3), 766–776. doi:10.1016/j.neuroimage.2010.01.071
Editor: Universidad Isabel I.
ISSN 2697-0481
Burgos, España.
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