Sergio Quintero Martín - Mar, 30/04/2024 - 10:38
Joven prudente.
Serie: 'Las ideas que nos vertebran' (VII)
El primer autor del que guardamos registros que habla en profundidad del término «prudencia» fue Aristóteles. En las palabras que encontramos recogidas en el libro VI de su obra Ética Nicomáquea, la prudencia (phrónesis) es “un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre”.[1] Si bien históricamente la idea de prudencia ha sido una noción ligada con la tradición católica, como una de las cuatro virtudes cardinales junto con la justicia, la templanza y la fortaleza; la visión aristotélica se apega más al camino que tratamos de explorar sobre la pertinencia actual de una virtud como es la prudencia.
En esta reflexión resulta de utilidad la disección que hace del término aristotélico el catedrático Alfredo Marcos en su obra Ciencia y acción (2010). Destaca cuatro características esenciales en la prudencia: se trata de una disposición, está orientada al ámbito práctico, la exigencia de racionalidad y verdad la sitúa entre las virtudes intelectuales, y sigue un camino separado a la sabiduría.[2] Con esta disección entendemos que la prudencia no está vinculada ni con la ciencia (episteme), ni con el arte o la técnica (técne), ni con las virtudes morales. Entonces, ¿qué nos queda?
La prudencia se presentaría como una reflexión sobre la percepción de nuestro mundo a través de nuestra experiencia personal y nuestras vivencias. De tal modo que las lecciones derivadas de la prudencia pueden ser válidas para nosotros, pero no resultan apropiadas ni necesariamente tienen la misma eficacia en otros. Debido a que estamos hablando de una especie de saber que se adquiere con el tiempo y, más concretamente, con el tiempo vivido, la experiencia personal es un factor importante para desentrañar aquello que es la prudencia. De ahí que Aristóteles destacara que la impaciencia de la juventud sería un síntoma de imprudencia,[3] que refleja su falta de experiencia, siendo ésta remediable con el paso del tiempo.
La prudencia es, entonces, algo que se adquiere con el tiempo, pero no necesariamente tiene porque adquirirse. Esto haría de la prudencia algo que no todo el mundo aprende, pero que sí puede aprender: se puede ser sabio y no ser prudente, se puede ser ignorante y ser prudente, se puede ser sabio y prudente, y se puede ser ignorante y no ser prudente. La combinación entre sabiduría y prudencia parece ser la más preferible, a primera vista, incluso para Aristóteles. Sin embargo, en caso de tener que elegir entre la sabiduría y la prudencia, la recomendación del Filósofo parece ser la prudencia por su aparente practicidad en la vida cotidiana.
Ahora que podemos pincelar qué es la prudencia, la cuestión ahora es, ¿cómo se adquiere esta virtud? Aristóteles nos da la respuesta: su aprendizaje óptimo solo se puede aprender siguiendo el ejemplo de personas que hayan sido consideradas prudentes antes que nosotros. Al no ser la prudencia una ciencia o una técnica, no puede ser enseñada universalmente, es necesario encontrar una fuente de prudencia para replicarla activamente por medio del ensayo y el error. Por mucho que pase el tiempo, sin un modelo de prudencia es difícil alcanzar esta virtud, aunque no imposible.
Para terminar de hilvanar esta perla de pensamiento, la prudencia sería una actitud práctica derivada de la observación y la reflexión sobre la experiencia ante los problemas que se nos plantean en la vida, ayudándonos a distinguir lo que puede ser beneficioso y perjudicial para nosotros. Entonces, ¿hoy en día conviene ser prudente? En vista de los problemas que debemos enfrentar en la actualidad, la pregunta más bien sería, ¿queremos realmente ser prudentes?
Editor: Universidad Isabel I
ISSN: 3020-1411
Burgos, España
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