Ricardo Gómez Diez - Mar, 30/08/2016 - 09:12
La semana pasada un suceso horrible llevó a la primera página de los periódicos al país más joven del mundo: Sudán del Sur. En medio de otra de las guerras olvidadas que asolan el globo, un grupo de cooperantes refugiados en un hotel de la capital fue asaltado y, con especial saña, las mujeres fueron violadas en grupo por los soldados del presidente del país.
Sudán del Sur se independizó de Sudán el 9 de julio de 2011 y los señores de la guerra que habían liderado la independencia llegaron a un acuerdo precario para repartirse el poder. Apenas dos años después, los enfrentamientos étnicos y el ansia por controlar las enormes reservas de petróleo del país estallaron en una cruenta guerra civil que se prolonga hasta hoy.
El motivo de análisis de esta reflexión no es el conflicto como tal, sino la extrema crueldad del desarrollo de las hostilidades y sus implicaciones en relación con el Derecho Internacional Humanitario (DIH). Las agresiones a las cooperantes, por desgracia, no son un hecho aislado y se inscriben en un contexto habitual de violencia sexual sistemática utilizada como arma de guerra.
En marzo de 2016, el Alto Comisariado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos elaboró un informe pavoroso que documenta miles de casos de violaciones a mujeres y niños, esclavitud sexual y prostitución forzada acaecidos en 2015. Considera probada una estrategia de empleo de violencia sexual, afirmando que está probado que los grupos armados que apoyan al Gobierno, en vez de salarios, reciben mujeres y niños en pago de sus servicios.
La violencia sexual y la guerra han caminado de la mano desde los primeros conflictos de la humanidad. El rapto de las sabinas por los romanos, supuestamente hacia el 753 a. C., es uno de los mitos más conocidos en la fundación de Roma y trivializa la práctica del robo de mujeres y la violación, edulcorados con un final feliz con matrimonio entre raptores y víctimas.
Tras la leyenda, la realidad es mucho más oscura y violenta y, a medida que los conflictos armados se han ensañado con la población civil, este tipo de delitos se ha convertido en parte esencial del catálogo de las consecuencias de la guerra. Solo en el siglo XX, en la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, el Congo, el conflicto de los Balcanes, Ruanda…, la violencia sexual ha sido parte principal del catálogo de consecuencias de la guerra.
Aunque es casi imposible dar cifras contrastadas, durante la II Guerra Mundial, se estima que hubo más de un millón de víctimas de violaciones, esclavitud sexual y prostitución forzada. La red de prostíbulos creada por los nazis y la invasión de la URSS, la ocupación japonesa de países vecinos y sus «mujeres de confort» y el avance de los aliados (especialmente los rusos, pero también americanos, ingleses y franceses) hacia Berlín presentan un museo del horror que, en muchos casos, se ha visto sepultado por décadas de silencio, olvido e impunidad.
Desafortunadamente, el DIH todavía está desarrollándose y perfilando sus contenidos. Además, la violencia contra las mujeres y calificación jurídica en el derecho interno ha tenido su propia evolución desde concepciones patriarcales, que la perseguían como un ataque a la moral, el pudor o las relaciones familiares y no como una agresión a la libertad sexual de la mujer.
De esta forma, siendo el DIH una especialidad muy joven en el Derecho Internacional Público, la inclusión de la violencia sexual entre los delitos perseguibles dentro de los crímenes de guerra o el crimen de lesa humanidad es aún más reciente y podemos decir que todavía es necesario avanzar en su persecución internacional y en la protección a las víctimas, como analizaremos en otra entrada en el blog.
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